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¡No es para hippies!

Actualizado: 10 jul 2023

Por Verónica Alejandra River



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-¡No es para hippies! ¡Lo que pasa es que esta puta ciudad no es para hippies!- fue todo lo que atinó a decir mientras golpeaba la mesa con violencia para después quedarse dormido en medio de varias botellas de licor. Había estado bebiendo desde el día anterior y ahora caía ante mi derrotado por el aguardiente pero con una tristeza triunfante que le daba, hasta cierto punto, la razón. Esta ciudad no era para hippies. Me quede pensativa durante algunos minutos observándolo en silencio mientras lo escuchaba musitar palabras incoherentes. Aquella escena despertó en mi, finalmente, una risa frenética mezclada con melancolía. Sabía que se guardaba sus opiniones, sabía que algún día las expresaría, pero no preveía que se desahogaría ese día y de esa manera. Lo motivaba aquella madrugada -como “cosa rara”- el licor, la impotencia y la ira.


Siempre había sido un sujeto silencioso; por eso me sorprendió su actitud errática al final de la jornada. Entre los diversos temas que surgieron durante esa extraña velada de “mamertismo” y excesos que precedió a mi partida, no falto ese “temita” que era tan tedioso como inevitable en nuestras conversaciones cada vez que bebíamos: el “aislamiento cultural” de Villavicencio en comparación con otras ciudades en el país. Fue precisamente ese el catalizador que puso punto final a la relación. La última frase de Alejandro (así se llamaba) era una respuesta apenas natural a mis quejas y reclamos. Me había marchado de la ciudad un mes antes sin avisarle y estaba viviendo en Bogotá de arrimada donde unos familiares, sobreviviendo gracias a unos exiguos ahorros. Había llegado a la capital -como lo hacen muchos conciudadanos a diario-en búsqueda de mejores oportunidades de empleo y vivienda. Mi título profesional y mi experiencia laboral como artista no valían ni tres centavos en Villavo. Llevaba año y medio desempleada y no podía seguir insistiendo.


A veces lo recuerdo con nostalgia: era un excelente compositor e intérprete de la guitarra. Me agradaba escucharlo tocar en los conciertos de música llanera que organizaba cada fin de semana en compañía de algunos conocidos. También me agradaba la decoración de su apartamento de soltero. No fuimos buenos amigos en su momento, pero si excelentes amantes. Ahora no somos ni lo uno ni lo otro. No nos hablamos. Supongo que la semilla del despecho germino el día que le comente vía WhatsAap que no volvería a vivir ni loca en ese “moridero” donde ambos habíamos “nacido” y crecido juntos (éramos vecinos) treinta años atrás, con algunos meses de diferencia. Desde ese día empezó a escribirme menos y yo empecé a recriminarle más. Finalmente todo culmino un seis de abril y me tocó “para bien y para mal” quedarme con esa frasecita de recuerdo: “No es para hippies”, que hoy le da título a este “cuento”.


En lo que a mí respecta no puedo decir que odio a esta ciudad sino que me satura su surrealismo dulzón y trasnochado. Me sorprende la pasividad de ensueño en la que habita su gente. No reaccionan ante nada: ni siquiera ante las injusticias y la corrupción que se los carcome vivos. Su adormecimiento de antaño contrasta con su figura aguerrida consagrada en los libros de historia. En ese lugar -que he decidido rebautizar como “la Cómala de Colombia”- la resiliencia le ha abierto paso al cinismo, de una manera tan inaudita y descarada que no se puede menos que sentir asco. Por esa -y otras razones- llevaba años tratando de huir de todas las maneras posibles de esa ciudad maldita. Cada vez que la billetera nos lo permitía, Alejandro y yo salíamos de Villavicencio en búsqueda de un nuevo rumbo donde sentirnos libres de los prejuicios y de las miradas inquisidoras. De ahí que él me fastidiara de vez en cuando diciéndome al oído durante la intimidad que eso me clasificaba, lo quisiera aceptar o no, en la categoría de hippie, así no consumiera drogas. Buscaba evitar a toda costa ser devorada por esa realidad monstruosa que me asaltaba desde niña como una pesadilla resguardada en lo más profundo de mi psique. Pero ahora mi viaje era definitivo y marchaba a solas.

(...)




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